He leído con gran interés el artículo recientemente publicado en REC: CardioClinics por el profesor José Luis López Sendón1, que ha creado gran interés en el ámbito médico y que plantea la disyuntiva de mantener, durante el periodo de formación MIR, un equilibrio entre la excelencia formativa, el desarrollo personal y la legislación vigente. Sin embargo, y más allá de otras puntualizaciones que se han hecho ya de este artículo en otros ámbitos, creo necesaria una reflexión filosófica sobre la propia filosofía de los residentes.
El concepto de excelencia proviene del término griego areté, un concepto central desarrollado por Aristóteles en su Ética a Nicómaco2. La excelencia tiene que ver con la virtud («un modo de ser selectivo»)3, entendida como «una condición intermedia entre dos extremos viciosos»2. El fin último (telos) del ser humano es la felicidad (eudaimonia) mediante el desarrollo de una vida virtuosa. El hombre excelente no es el héroe griego de los poemas homéricos, sino el que actúa conforme a la razón de forma prudente (phrónesis) y lo hace durante toda su vida. Solo el hombre virtuoso puede ser excelente y, por tanto, feliz. Entendiendo, además, que la virtud se puede aprender con la práctica.
Por tanto, no puede ser más acertado que el autor de este artículo recupere la areté griega como el elemento central de la formación de nuestros residentes, siendo la base de una vida virtuosa y, por tanto, feliz. Sin embargo, dentro de su descripción de las virtudes, Aristóteles destaca una virtud ética por encima de las demás, y es la justicia3. Para él, el hombre justo será «aquel que vive conforme con la ley y que observa la igualdad en el trato con las cosas»2, y no parece que una asimetría tan importante entre las obligaciones y privilegios del residente, el adjunto y el jefe, todos ellos médicos por igual, como la que se plantea en este artículo, vaya alineada con la virtud ética por excelencia.
El hombre está naturalmente inclinado al placer, donde se incluyen el ocio, el descanso y la interacción social. La bondad o maldad del placer, huyendo del simple hedonismo, fue ampliamente discutida en la Grecia clásica. Aristóteles defiende el placer, ya que «perfecciona la actividad, no como la disposición que le es inherente, sino como cierta consumación a que ella misma conduce, como la juventud a la flor de la vida»2. Entendido el placer dentro del término medio (mesotés)3 entre dos vicios, uno por exceso y otro por defecto, «determinado por la razón y por aquello por lo que decidiría el hombre prudente»2. No parece, por tanto, que el placer y el disfrute contravengan a la virtud y a la excelencia.
Para Aristóteles, la vida intelectiva o contemplativa, propia de los filósofos, es la que permite alcanzar la felicidad, en tanto que «el bien mayor y la felicidad es la contemplación»2. Sin embargo, fuera de la concepción social que expone Aristóteles en su Política, es imprescindible trabajar para poder adquirir los bienes materiales que garantizan la propia subsistencia (y a veces la de otros), el desarrollo de una vida virtuosa y el disfrute del placer moderado. Como indica Aristóteles, «con todo, parece que también [la felicidad] necesita adicionalmente de bienes externos, pues es imposible o nada fácil que nos vaya bien si carecemos de recursos»2. Se trabaja para asegurarnos el sustento, pero la felicidad depende, también, de los bienes materiales que por él nos permitimos. Además, todo ello se desarrolla dentro de la comunidad política, ya que «la autosuficiencia la referimos no a uno en soledad, al que vive una vida solitaria, sino también […] a sus seres queridos y conciudadanos, puesto que el hombre es un ser político por naturaleza»2. No hay nada que se pueda hacer más en comunidad que la práctica de la medicina. No hay comunidad política que pueda ser más virtuosa que la de los residentes.
Por tanto, nada tienen de contrarios la excelencia y el placer, la vida virtuosa y los placeres moderados, el disfrute y la obligación. No hay nada desequilibrado entre lo que Adela Cortina denomina ética mínima, «principios, valores, actitudes y hábitos a los que no se puede renunciar»4, y la ética de máximos, como objetivo de vida buena y autorrealización personal. No hay nada de contradictorio entre exigir a nuestros residentes la máxima excelencia académica, asistencial y, sobre todo, personal y moral, reconociendo su parte humana, que es, al fin y al cabo, como la de cualquier otro ser humano.
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